lunes, 25 de julio de 2016

López Ferreiro. Historia de la Catedral Compostelana


En los comienzos del siglo IX dieron en esparcirse rumores de que de la otra parte del castro, en el sitio en que justamente el bosque era más cerrado y más denso, se veían de noche luces extrañas como estrellas y aun se oían voces suaves y armoniosas. Los rumores cada día fueron tomando cuerpo, hasta que se hicieron públicas y notorias aquellas maravillosas manifestaciones, y muchos eran los que deponían haber visto las luces y resplandores prodigiosos y haber oído las voces y los cánticos.

Vivía por allí cerca, hacia el sitio que hoy ocupa la iglesia de San Payo o Pelayo, un piadoso anacoreta, por nombre Pelayo, el cual, fuese por divina inspiración, como dicen algunos, fuese por inducción de algunos datos históricos que él pudiese poseer, no tardó en darse cuenta de lo que significaban aquellas extraordinarias aparicio­nes, pues para él en aquel sitio debía hallarse sepultado el cuerpo del bienaventurado apóstol Santiago.

Cundió la voz y fama de lo que ocurría, y traspasó los límites de la parroquia de Solobio; pues las luces no desaparecían, ni los cánticos cesaban. Ya no era sólo el vulgo, el pueblo, el que se hacía eco de tales prodigios; sino que muchas personas notables quisieron averiguar qué era lo que en esto había de cierto, y contemplar por sí mismas tan inusitado espectáculo. Ya no cabía dudar de que aquello era presagio o indicio de algún grave y trascen­dental acontecimiento, que estaban muy lejos de poder adivinar. Los más autorizados entre ellos juzgaron que lo que procedía era poner en conocimiento del Diocesano, el Obispo de Iria, todo lo que estaba pasando, para que él tomase las providencias que creyese más convenientes.


El venerable Teodomiro, que éste era el Prelado que entonces ocupaba la Sede Iriense, escuchó, no sin extrañeza y asombro, lo que le referían aquellas personas dignas de entero crédito, entre las cuales es fácil que se contase el anacoreta Pelayo; pero, no porque dudase de su veraci­dad, sino porque quería presenciar por sí mismo aquellos prodigios, dejó su ciudad episcopal y se vino al solitario bosque, teatro de tan impensadas maravillas. Y vio por sus propios ojos las maravillosas luces y resplandores, y oyó las angélicas melodías. No era dado vacilar; todo aquello encerraba un misterio que, con los auxilios divinos, era preciso aclarar. Publicó un ayuno de tres días para obtener del Señor luz y acierto en los trabajos que se proponía emprender.

Hecha esta necesaria diligencia para no incurrir en la nota de temeridad, el día de antemano señalado se presentó con trabajadores de su confianza en el lugar de las estrellas, comenzó a desmontarlo de toda la maleza y ramajes, y pronto descubrió restos de antigua edifica­ción. Esto no hizo más que comunicar mayor ardor a los opera­rios, mayor atención y ansiedad al Prelado, y aumentar la indecible expectación de las turbas de fieles, que habían acudido en tropel al sitio, ávidos de contemplar el desenlace de tan extraordinarios acontecimientos.


Comienzan a sacar ladrillos, trozos de mármol, sillares de granito, hasta que al fin dan con los muros de un pequeño monumento perfectamente labrado. Con creciente afán y empeño siguen escombran­do, y dejan al descubierto el edificio y el embaldosado que lo rodea. Allí pudieron notar dos sepulturas cubiertas con baldosas de ladrillos; pero ¿qué era lo que contenía el edificio? La puerta estaría probablemente tapiada. A una indicación del Prelado la franquean; y el venerable Teodomiro penetra y ve un altar, y al pie del altar una losa sepulcral rodeada de un pavimento de mosaico. Hace levantar la losa; y aparece un cadáver, que a juzgar sólo por el sitio donde se halla, debajo de un altar, no podía menos de ser de un Santo, y de un gran Santo.

Reconoce, registra, repasa todo el Sepulcro, todos los objetos que en él se hallan, examina la bóveda, las paredes, quizás decoradas con pinturas, y todos los rincones del monumento, se fija en la lámpara o lucerna que debió estar cerca del altar, y halla no ya indicios, sino pruebas evidentes de que el Santo que allí yace sepultado es nada menos que el Apóstol Santiago, Evangelizador de España. Esto le movió, sin duda, a confrontar con los datos que se hallaban consigna­dos en algunos de los códices que entonces habían de guardarse en Iria, las circunstancias del lugar y del hallazgo; y por de pronto vio que aquel sitio se llamaba Arca Marmorica, y que estaba dentro de los confines de Amaia. Éste era el sitio en que las antiguas memorias colocaban el Sepulcro de Santiago

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